El crepúsculo de Ana Botella, la edil 'rock star'
EL MUNDO (Javier Cid)
Ahora que no nos oye nadie, y al hilo de ese aire suyo de institutriz novecentista, si bien algo desorientada, habré de decirle que Madrid y yo, que un día fuimos novios, qué digo novios, amantes del más salvaje desenfreno, vivimos horas bajas. Se nos ha ido la pasión por las costuras, como si el amor se volviese un poco menos con cada árbol tullido desplomado en los vergeles del Retiro, con cada gotera de Iguazú en alguno de esos túneles fálicos que horadan la ciudad por la cintura, con cada Orgullo Gay que pudo serlo, y nunca fue, a cuenta de la ruidosa Ley del Ruido.
Con cada promesa electoral que la crisis reventó con Titadine, como aquel maná de los 150.000 empleos nuevos que ha dejado a Cáritas como la orquesta del Titanic, dándole a los víveres y al violín para que la música siga sonando. Con cada piquete de cáscaras de plátano por la huelga draconiana en Madrid Río, que ni es río ni es nada pero, oiga, quién soy yo para hablar de geografía. Con el inglish pitinglish de usted, Su Señoría, porque allí donde íbamos a tomarnos la relaxing cup de los cojones ya no quedan turistas, sino homeless acartonados en fila india. Se nos vendió Madrid como un lupanar de violeteras como golondrinas que iban piando, y el cuplé ha devenido en bobesponjas con síndrome de abstinencia que hacen caja en los peristilos de la Plaza Mayor. (Otro día, si acaso con más tiempo, le hablaré del bribón disfrazado de Spiderman que tiene a la niñería horrorizada a cuenta de su sobrepeso y de unas flatulencias como salvas de artillería). Y así no hay amor que se sostenga.
Actualizado (Martes, 17 de Marzo de 2015 10:16)